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Los árboles reverdecieron, ¿y nosotros?

Luce López Baralt

Miedo.

Me han sugerido que exponga cómo nos sentimos colectivamente al año del paso del huracán María, posiblemente el más devastador de nuestra historia. Y la única palabra que me ha venido al corazón es: miedo.

Aunque nuestra herida colectiva no se ha curado aun, tenemos que enfrentar la posibilidad de que un cataclismo de esa categoría ocurra de nuevo. Las temporadas de huracanes no perdonan, pues el calendario nos las impone, y he aquí que estamos en medio mismo de la cúspide de la temida época. Es obvio que los sobrevivientes de María hemos quedado marcados con el carimbo del miedo.

Por cierto que es un miedo muy antiguo. El paso de María me ha llevado a comprender al fin, y de primera mano, el temor que sintieron las generaciones de nuestros padres y abuelos, que vivieron fenómenos catastróficos semejantes como san Felipe (1928) y san Ciprián (1932). De niñas mi hermana y yo éramos incapaces de hacernos cargo de ese terror instintivo que hacía presa de nuestros progenitores cada vez que anunciaban una tormenta. Afortunadamente, jamás llegaba: tuvimos, como tantos puertorriqueños de nuestra generación, una niñez limpia de huracanes. Pero el mero anuncio de la cercanía del fenómeno atmosférico llevaba a mi madre a clavar con una desesperación sabiamente organizada las tormenteras de la casa junto a un fiel ayudante y a mi padre a empuñar su salvífico trago de whiskey, mientras nos conminaba, pipa en mano y entrañablemente irónico, a ayudar en las tareas preparatorias al huracán. Nuestros modestos deberes se limitaban a poner a salvo los tiestos del jardín. Para nosotras aquello era una auténtica fiesta, y siempre quedábamos decepcionadas cuando la radio anunciaba que el huracán pasaría muy lejos de nuestro espacio insular.

Nos era ajeno aquel miedo de nuestros padres, por más real que fuese. Mi madre, oriunda de los campos de Juncos, había vivido en carne propia la destrucción de las cosechas que llevó a la ruina a su padre agricultor, que ella recuerda llorando desconsolado en medio de los vientos huracanados mientras intentaba cerrar, junto a varios hombres tan desesperados como él, la puerta de la casa, abierta de par en par por la atroz visita de san Felipe. Niña al fin, atisbó a escondidas por un orificio en la madera de la pared cómo las palmeras y las planchas de zinc volaban horizontalmente, y nunca se curó de la escena. Tampoco se curaron mis padres de lo que contaban sus vecinos y allegados del paso de aquellos huracanes de antaño. Recuerdo algunas de sus historias vívidamente. Nos hablaban de una familia entera que se había refugiado bajo la mesa del comedor con su perrito mientras san Felipe azotaba la isla: sintieron cómo el techo de zinc de su casa volaba y las paredes se dispersaban por todos lados a merced de las ráfagas. Pasaron horas oyendo el rugido incesante del aire: hoy todos sabemos que ulula como un animal infernal herido. Anocheció. No osaban salir de su refugio improvisado, pueslaoscuridad era total. Pero de repente, la familia, agazapada aun bajo el techo protector de la mesa, siente que el suelo de madera sobre el cual han permanecido precariamente acurrucados se comienza a balancear suavemente. Se incrementa el vaivén y la incertidumbre los asalta: estaban preparados para todo, menos para este inexplicable vaivén del suelo. El perrito calla, más allá del ladrido. ¿Qué novedad inexplicable podría ser esta? Siguen abrazados sin osar moverse en su encogido espacio, oscilando hasta que amanece. Y ahí es que descubren el horror: san Felipe había desbordado el cauce del río cercano, y sus aguas lograron socavar la tierra bajo el piso de madera de la casa (o la ex-casa): oscilaban suavemente porque toda la noche habían estado flotando en el río. Pero pronto avierten algo aun peor: la corriente los había arrastrado tanto tiempo que desembocaron en el mar abierto. La casa era ahora una nave improvisada. Al garete, como nuestra patria. Aun así, vivieron para contarlo. Incluido el perrito familiar.

Mi padre narraba también el caso del guardián de un faro costero, que presumo pudo haber sido el de Fajardo, de donde era oriundo. Esta vez fue durante san Ciprián. La tormenta no había hecho mayor daño a la torre alta de la estructura del faro y el guardián sobrevivió el azote de los vientos. Pero se encontraba solo, y muy mal preparado para el evento, pues entonces los boletines que anunciaban el peligro del mal tiempo tardaban demasiado en llegar. Una vez amanece, el vigilante costero descubre que se había quedado completamente aislado: los árboles y las palmeras caídas habían cerrado todo posible acceso al faro. Pensó, aterrorizado, que tardarían mucho tiempo en rescatarlo, si es que aun se acordaban de él. El único abastecimiento que tenía en el faro era un poco de azúcar. Pero merodeando por las ruinas aledañas descubrió que un arbolito de limón, tirado por tierra por los vientos, aun cargaba sus frutos. El guardián sobrevivió más de una semana tomando jugo de limón con azúcar hasta que pudieron rescatarlo.

Los destrozos de aquellos antiguos fenómenos climáticos, como los de nuestro huracán María, parecerían sacados de un filme de horror. Nuestros vecinos de la calle Alhambra en Hato Rey, el Dr. Guillermo Barbosa y doña Mercedes, contaban con el espanto aun dibujado en sus rostros lo que les sucedió durante san Ciprián. Su casa, de grandes dimensiones, estaba construida en cemento pero tenía, como era usual en las edificaciones de entonces, un segundo piso techado de zinc. Llegados los primeros vientos destructores, la familia se refugia en el primer piso y, una vez pasado el huracán, doña Mercedes pide al doctor que suba a ver cómo había quedado el segundo piso de la casa. Ya clarea la mañana y el doctor sube los peldaños con el corazón en la boca. Al llegar al último tramo de la escalera descubre…que no hay nada. El segundo piso se había tornado en un siniestro black hole. Alarmado, se tira a la calle (aquella calle Alhambra que ni siquiera en mi temprana niñez el municipio había empedrado) pero no encuentra rastros de su segundo piso. Indagando con aturdimiento por el barrio, al fin descubre su paradero: los vientos habían hecho volar el piso entero, con todo y muebles, a través de la Avenida Ponce de León y lo habían depositado en lo que era entonces la Clínica de Tuberculosos del Dr. Fernandez García. Largo, increíble vuelo el de aquella casa que san Ciprián partió en dos y mudó de sitio.

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