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Javier Blanco Cestero, arquitecto del paisaje puertorriqueño

“¡Qué desorden!”, decía Francisco Javier Blanco Cestero -un hombre que casi nunca hablaba- para expresar su indignación mientras contemplaba un paisaje que ya no se parecía al que sus ojos de niño descubrieron por primera vez en 1935[1]. Se habían alzado nuevas fábricas, puertos, puentes, carreteras y altos edificios que rodeaban la bahía de San Juan. Y, desde la zona histórica de Miramar, donde creció y se formó desde pequeño, la mar era solo una foto en una revista. El campo y el verdor era una pintoresca escena de Cajiga.

“¿Acaso no han entendido que, aunque el ser humano hace lo inconcebible con la naturaleza, es parte de ella y la necesita?”[2], se preguntaba este hijo de Agustín Blanco y Ana María Cestero, mientras sobrevivía la crisis de la Gran Depresión y el impacto de la Segunda Guerra Mundial en Puerto Rico. Estos eventos reorientaron la política gubernamental del siglo XX hacia la modernización. Entre 1940 y 1968, las ciudades se transformaron, sobre todo el área de San Juan que fue creciendo carente de la diversidad de usos requeridos en las ciudades. Desde los cielos, ahora los cañaverales eran una enorme mancha gris. Desde la tierra, ahora todo quedaba entre asfalto y concreto. 

Francisco Scarano en su libro Puerto Rico, cinco siglos de historia, apunta que la economía basada en la agricultura fue reemplazada por las fábricas e industrias velozmente. Tanto así que, “lo sucedido en nuestro país durante esos 28 años fue indudablemente dramático. Se trata de uno de los casos de cambio socioeconómico más veloces de los que se tiene constancia en el mundo contemporáneo”[3].

Y es que modernizar a Puerto Rico implicó la alteración de una topografía que responde a la interacción de entre más de 20 tipos de ecosistemas -entre ellos playas rocosas y arenosas, arrecifes, bosques secos y húmedos, cuevas y cavernas, lagunas bioluminiscentes, llanos, humedales, ríos y mogotes- condensados en tan solo 100 por 35 millas de extensión territorial. Los grandes intereses hicieron y desasieron. La historia continúa. Blanco Cestero lamentaba que pocas personas conocieran y entendieran que en esos ecosistemas ocurren procesos que sostienen la vida y, por eso, el paisaje natural de Puerto Rico debía ser conservado. Diría que “los puertorriqueños tenemos el delirio -la fantasía- de (sic) que esta isla, esta nuez en que estamos es un espacio sin límites”[4].

Afortunadamente, en 1966 Stewart L. Udall, Secretario del Interior de los Estados Unidos, visitó la isla y planteó la necesidad de crear un fondo dedicado a los esfuerzos de conservación. Respaldado por la administración del Presidente Lydon Johnson, concibió una estructura básica de financiación del Fideicomiso de Conservación de Puerto Rico (FCPR) basada en la contribución económica de cada refinería de petróleo y petroquímica que se instalara en la isla. Los fondos del FCPR tendrían como objetivo mejorar el medioambiente en Puerto Rico a través de programas educativos y de planificación ambiental. Finalmente, en 1969 el gobierno de Puerto Rico y el Departamento de lo Interior firman un memorándum de entendimiento que abre paso para que se cree el FCPR, cuyas operaciones iniciaron a partir de enero de 1970.

La oportunidad de conservar para el futuro

A sus 35 años, Javier Blanco asumió la dirección del FCPR y lo convirtió en el proyecto de conservación más importante del país. Entre sus pensamientos rondaba la idea de que conservar es un proceso dinámico que presupone el disfrute futuro. Quien conserva siente profundo orgullo y amor hacia lo que custodia con delicadeza, ve en ello su valor y prevé poder utilizarlo y compartirlo.

Por eso simpatizaba con la misión de asegurar la funcionalidad de los sistemas ecológicos en las islas de Puerto Rico y promover entre sus habitantes un sentido de responsabilidad en torno a la conservación de la naturaleza, para así contar con los servicios de ecosistemas necesarios para alcanzar las metas sociales, económicas y de calidad de vida.

En más de una ocasión se le escuchó decir que “los que trabajamos en ella (la organización, el FCPR) no tratamos con el día de hoy sino con el futuro”[5]. Sabía que, al conservar el patrimonio natural e histórico de Puerto Rico, el FCPR hacía un regalo a las generaciones presentes y futuras que tendrían la oportunidad de disfrutar el paisaje y los recursos que un día disfrutaron sus antepasados.

Blanco Cestero llevaba cuenta de la historia de Puerto Rico. Antes de asumir el cargo de director ejecutivo, hizo sus estudios subgraduados en Arquitectura en la Universidad de Columbia en Nueva York y su maestría en la Universidad de Harvard en Massachusetts. Luego, trabajó para la firma Amaral & Morales y más tarde trabajó para el gobierno llegando a ocupar importantes cargos en la Administración de Terrenos y la Junta de Planificación. Por su experiencia personal, le apasionaba la restauración del patrimonio edificado y entendía la importancia de la conservación del patrimonio natural en su más amplio sentido. Además, apreciaba la belleza en cada uno de ellos.

Le preocupaba el desarrollo urbano desparramado, la erosión de los suelos, la remoción de material arqueológico, la deforestación. Asimismo, le angustiaba la contaminación de los cuerpos de agua, la desaparición de manglares y arrecifes, así como la destrucción de hábitats de la flora y fauna nativa y la demolición de estructuras históricas. Para algunos, sus pensamientos resultan proféticos y visionarios. Sus discursos se centraban en la paradoja del crecimiento económico y el desarrollo que, a su vez, delataban su advertencia: “Puerto Rico tiene poco terreno, lo hemos mal usado y no nos queda mucho tiempo”[6].

Las primeras adquisiciones del FCPR

Bajo la dirección de Javier Blanco, el FCPR se enfocó identificar áreas con alto valor ecológico e histórico. Siguiendo las recomendaciones del Cuerpo Asesor, la institución adquirió terrenos en la Bahía fosforescente de La Parguera, una laguna llana rodeada de bosques de mangle y aguas con extensos arrecifes de coral en Lajas; el Cañón San Cristóbal, una formación geológica única en la región del Caribe, ubicada entre Aibonito y Barranquitas; Punta Guaniquilla, una mezcla de elementos geológicos como lagunas, bosques de mangle, cuevas y un recurso histórico en Cabo Rojo; Punta Yegua, una serie de colinas vírgenes con vista al mar en Yabucoa; el área natural protegida Jorge Sotomayor del Toro, un bosque de palmas de sierra y otros árboles nativos en Caguas; y el Bosque de Pterocapus entre los ríos Blanco y Antón Ruiz de Humacao.

También, Javier Blanco puso sus ojos particularmente en la adquisición de propiedades con estructuras históricas entre las que se destacan: Hacienda Buena Vista en Ponce, una estancia de frutos menores que luego se convirtió en una hacienda de café; Hacienda La Esperanza, un extenso bosque costero donde se ubicó una de las más importantes haciendas azucareras del siglo XIX en Manatí; y Cabezas de San Juan, un complejo sistema ecológico en el que se entrelazan playas, bosques costeros, bosques de mangle, arrecifes y una laguna bioluminiscente, además del histórico faro de Fajardo.

Él adoptó y participó activamente en cada proyecto de restauración, dejando impregnado su buen gusto por el diseño. En 1987, dio a conocer Hacienda Buena Vista en Ponce como el primer centro de visitantes del FCPR. Luego, en 1991 reinauguró el faro de Cabezas de San Juan, mientras que el recinto histórico de Hacienda La Esperanza estuvo en proceso de restauración hasta el 2010. Además, él mismo redactó las nominaciones y logró que estos tesoros y fueran incluidos en el Registro Nacional de Lugares Históricos.

Gracias a su visión como arquitecto, el Fideicomiso hizo una diferencia en la preservación de lugares históricos que de otra manera se hubiesen perdido. Tanto así que su gestión fue reconocida en 1985 con el premio Henry Klumb, otorgado por el Colegio de Arquitectos y Arquitectos Paisajistas de Puerto Rico. En la actualidad, en cada uno de estos centros se practica la educación ambiental informal, se ofrecen recorridos históricos y se gestiona el manejo de las áreas naturales.

Una nueva manera de conservar terrenos

Aunque Blanco privilegiaba el bien común sobre la tenencia privada de la tierra, entendía que el Gobierno, por sí solo, no podría solucionar el creciente deterioro de las áreas de alto valor natural, cultural y agrícola de Puerto Rico. Al menos hasta el momento, no había logrado hacerlo.

Blanco opinaba “la propiedad privada se considera sagrada. Por ende, la propiedad privada no puede tomarse sin una justa compensación. Eso es bueno y es justo; sin embargo, no es bueno ni justo que un dueño lo confunda y lo tome como carta blanca para hacer con sus terrenos lo que le plazca, aunque esto esté en contra de los mejores intereses de la comunidad. Esto se agrava cuando el Estado no exige que se cumpla la política pública dirigida a proteger el bien común”[7]. Sentía una gran responsabilidad de salvaguardar el patrimonio más importante de los puertorriqueños: su naturaleza. A través del FCPR, tenía la oportunidad de hacerlo. Por eso, impulsó la creación de herramientas para integrar a los ciudadanos privados en los esfuerzos de conservación.

De esas herramientas nació en 1971 la primera servidumbre escénica y de conservación donada al FCPR: la Finca Foreman que ubica en el municipio de Adjuntas. Esta servidumbre estableció las pautas para la creación de un mecanismo pionero de conservación de tierras en Puerto Rico. En el 2001, justo antes de su retiro, las servidumbres de conservación se convirtieron en ley y se establecieron beneficios contributivos para quienes ayuden a adelantar la conservación de tierras mediante donaciones y servidumbres.

Gracias a esa ley más ciudadanos se interesaron en conservar sus terrenos privados. Actualmente, el FCPR ha establecido 11 servidumbres de conservación en municipios como Cidra, Humacao, Morovis, Orocovis, Ponce, Aibonito, Lajas, y Guánica.

Árboles, más árboles

Cuando parecía que todo iba viento en popa, en 1989 el paisaje que el FCPR se había propuesto conservar quedó devastado, tras el paso del Huracán Hugo. El huracán categoría 4 pasó por las islas de Puerto Rico el 18 de septiembre de 1989 y arrasó la isla de este a oeste. Como respuesta, Javier Blanco impulsó la creación de los viveros de árboles nativos del FCPR.

El nuevo enfoque de la organización incluyó en sus operaciones la producción, distribución y siembra de árboles y arbustos nativos -exclusivamente- por toda la isla.

Javier Blanco apostaba a que la siembra de árboles nativos mejoraría las condiciones ecológicas en áreas de actividad agrícola y urbana. Al mismo tiempo, daría paso a la reconstrucción del paisaje con especies nativas y endémicas que habían sido sustituidas por especies de árboles exóticos en la década de 1940, tras el cese de la agricultura.

A través del programa Árboles… más árboles el FCPR hizo una puesta en valor del árbol nativo y comenzó una campaña educativa sobre su rol en la recuperación ecológica. Este programa tenía como objetivo fomentar un cambio de actitud general sobre los árboles para que los ciudadanos se involucraran en la recuperación ecológica de los ecosistemas de Puerto Rico.

Una nueva generación de líderes ambientales

A pesar de ser reservado, a Javier Blanco le encantaban los niños. Los recibía en su oficina y los escuchaba con curiosidad. Veía en ellos un terreno fértil en el cual sembrar la semilla de la conservación. Por eso, en 1993 ofreció su apoyo total a la propuesta de crear un Taller de Inmersión en la naturaleza.

En este taller niños y adolescentes entre 8 y 12 años tendrían la oportunidad de explorar las reservas y áreas naturales protegidas de Puerto Rico, aprender sobre su valor y hacer un compromiso de conservarlas. Con el tiempo, el Taller de Inmersión se convirtió en uno de los proyectos emblemáticos de la institución. Esto ya que al final de cada taller los participantes se comprometían a servir como líderes ambientales en y fuera de su comunidad.

Javier Blanco no escatimaba en gastos cuando se trataba del Taller de Inmersión. Ponía a la disposición de los líderes ambientales todos los recursos necesarios para que pudieran desarrollarse y continuar educando a más niños y adolescentes. Llegaba temprano al cierre de cada taller, se aseguraba de conversar con cada participante sobre su experiencia y se maravillaba al escuchar sus compromisos.

Sin embargo, había una cosa que le preocupaba. No quería que los niños sintieran que tenían la responsabilidad de salvar al mundo. Pensaba que el gran peso de comenzar a cuidar la Tierra era responsabilidad de los adultos. Para su orgullo, algunos de esos niños son adultos que ahora trabajan en la organización y en otros campos donde continúan siendo líderes y portavoces de la conservación.

Después de 25 años conservando terrenos, ¿llega el final?

El camino andado por el FCPR desde 1970 hasta 1995 estaba rindiendo frutos. Cerca de 18 áreas naturales habían sido adquiridas, había surgido el nuevo mecanismo de donación y servidumbres de terrenos, y un grupo de líderes ambientales entusiastas era la promesa de los futuros adultos que cuidarían del planeta. No obstante, en 1995 las transformaciones económicas del país vuelven a tener un impacto en la conservación natural debido a la derogación de la sección 936 del Código de Rentas Internas de los Estados Unidos.

Durante años la exención contributiva federal concedida por la sección 936 fue en gran medida el único instrumento para atraer inversiones a Puerto Rico. Algunas de las industrias que se beneficiaron de este incentivo lo fueron las farmacéuticas, los bancos, empresas multinacionales y de electrónica. También, se vieron afectadas algunas petroquímicas y las refinerías establecidas en la isla. En muy poco tiempo estas empresas se marcharon. Por tanto, la eliminación de la llamada 936 fue un duro golpe a la base financiera del FCPR ya disminuyó las fuentes de ingresos de la organización.

La relevancia social y presencia del FCPR se hacía cada vez más evidente ante sucesos lamentables como derrames de petróleo en la costa y ante el fenómeno de desarrollos lucrativos en lugares de alto valor ecológico.

Aunque en la década de 1990 el panorama económico del FCPR no era claro, los cuerpos ejecutivos y sus asesores delinearon un plan estratégico que permitió a la institución continuar sus operaciones. Además, después de múltiples gestiones en 1999 se logró que se firmara un Memorando de Entendimiento para que el FCPR pudiera beneficiarse de los arbitrios al ron producido en la isla, fondos de los que hoy día se nutre la organización.

Tras el retiro de Javier Blanco del FCPR, luego de 33 años de servicio, la institución continúa continúa fortaleciendo y ampliando sus programas y proyectos de conservación, preservación histórica y educación ambiental. Se han establecido nuevas áreas naturales y se han abierto nuevas oportunidades para tomar acción a favor de la naturaleza. La trayectoria, el prestigio y reconocimiento de la organización en estos casi 50 años de fundación la han llevado a otro nivel local e internacional. Y en retrospectiva, es bonito saber que alguien intentó ponerle un poco de orden al desorden; que alguien que amaba mucho a su tierra pensó en el futuro y gestionó, para nosotros, la conservación de la rutilante belleza del paisaje que apreció desde niño.

[1] Cita tomada de documentos internos en los archivos de Para La Naturaleza.
[2] Ibid.
[3] Scarano, Francisco (2000) Puerto Rico cinco siglos de historia… p. 810.
[4] Cita tomada de documentos internos en los archivos de Para La Naturaleza.
[5] Ibid.
[6] Ibid.
[7] Ibid.

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