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El duelo y el ingenio al vivir seis meses sin luz tras el huracán María

a 6 meses del huracan María en Puerto Rico

No escucharon campanadas ni alarma y tampoco miraron el reloj, pero Lea Fermigier y su esposo Aníbal Rodríguez sabían que ya era hora de decir adiós. Caminaron hasta el borde de un risco y se despidieron de la luz. Los rayos del sol rompían las nubes. Desde hace seis meses, esa es la señal de que pronto, para ellos, habrá oscuridad absoluta.

“Otra vez”, dijo el hombre, cerca de su casa, en una cima del municipio de Naranjito.

“Que sea lo que Dios quiera”, reaccionó su esposa.

La sombra de sus cuerpos se proyectó sobre la árida tierra hasta que sus rostros desaparecieron en medio de la oscuridad. Hace medio año que la noche significa otra cosa en el hogar de Lea y Aníbal. El matrimonio es uno de los cerca de 100,000 abonados de la Autoridad de Energía Eléctrica  que aún no tienen servicio de luz, a seis meses de que el huracán María entrara por la costa sureste de Puerto Rico y apagó todo el sistema energético del país. Representan el 7% de los clientes que, según la agencia, todavía carecen de electricidad al día de hoy.

Esos números no significan nada para la pareja que por 50 años ha estado establecida en una montaña del barrio Cedro Abajo, en Naranjito, uno de los pueblos de la Cordillera Central, considerada por las autoridades como una de las regiones de la isla más zurradas por el ciclón. “Yo solo sé que no tengo luz”, expresó Lea. Es un apagón que la encierra y la aplasta, describió. Sin embargo, los coquíes que escucha desde su ventana acostumbran a suavizar un poco su desesperación.

Tras su ruptura sentimental de un militar boricua, Lea -una mujer de 75 años que se crió en los campos de Francia- decidió echar raíces en la isla al enamorarse de otro puertorriqueño: Aníbal, el espigado caballero de ojos verdes y piel canela que le hizo creer nuevamente en el amor. Han pasado cinco décadas desde que se conocieron en una lavandería de la zona metropolitana. Él planchaba y arreglaba la maquinaria del negocio cuando ella se asomó un día buscando trabajo. Terminó clasificando piezas de ropa porque no hablaba español y, actualmente, el castellano que aprendió con su marido, un año mayor que ella, le basta para explicar cómo ahora subsiste a oscuras.

Perder la luz ha sido un proceso de duelo para Lea. Sabía que el huracán afectaría la electricidad, pero nada la preparó para el topetazo de penurias y lobreguez que vino inmediatamente después. “No lo podía creer”, mencionó. Cuando pudo salir de su casa luego de la potente tormenta, vio derribado el poste que daba luz a su familia. Estaba en negación y así permaneció por varias semanas. “¿Esto está pasando?”, solía cuestionarse tras cada noche de intermitente desvelo.

Al mes se asomó el coraje. Todo en su nevera se había dañado y, sin refrigeración desde ese entonces, compra hielo diariamente para conservar la insulina que controla su diabetes. Sofocada por el calor y su condición de alta presión, Lea abre a veces la puerta de su hogar, que repercute en una indeseada invitación para los mosquitos. En ocasiones, confesó, la ansiedad desafía su paciencia.

“Yo me desquito con la comida que encuentro”, admitió quien hace tres años sobrevivió a una operación a corazón abierto.

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