Ceiba – Para quien se asoma por primera vez tras los vestigios de la antigua base naval Roosevelt Roads, el hermoso paisaje emana una paz irónica.
La calma contrasta la belleza de esas costas utilizadas por años como campos de entrenamientos para guerras.
Quien ya lo ha visitado, muy probablemente no pueda evitar regresar.
Es miércoles y por primera vez cruzo en mi auto por un verdísimo pasillo boscoso rodeado de verjas, alambres de púas y letreros en inglés que advierten mantenerse alejado.
Se acercan las 8:30 a.m., hora que debo encontrarme con el grupo Para La Naturaleza, para realizar un recorrido en kayak por los canales del humedal Los Machos, el segundo sistema de mangles más grande de Puerto Rico, después de Piñones. Es el más grande totalmente virgen.
La organización sin fines de lucro tiene bajo su tutela -hasta 2034- la Reserva Natural Medio Mundo y Daguao, 3,000 cuerdas de terreno que estaban bajo un programa de conservación de la Marina de Guerra de los Estados Unidos (Navy) y fueron cedidas al Departamento de Recursos Naturales y Ambientales cuando la instalación militar cerró en el 2004.
“Estas áreas de conservación están fragmentadas por toda la base. Son 15 parcelas. La más grande es el humedal Los Machos con 1,298 cuerdas de terreno. La más pequeña tiene menos de una cuerda”, explica Santiago Oliver, administrador y coordinador de unidades especiales de Para La Naturaleza, durante la introducción al recorrido.
El resto de las 8,600 cuerdas de terreno que ocupaba la base naval fueron transferidas al Estado, a la Autoridad para el Redesarrollo de Roosevelt Roads. Estas son las tierras cuyo crecimiento lleva años en debates y promesas vagas. La controversia más reciente: el efímero anuncio de un “Disney del Caribe”.
“Cuando estábamos trabajando nuestro plan de manejo, siempre tuvimos la preocupación de qué iba a desarrollarse en la colindancia entre la zona de conservación y la zona de desarrollo, y cómo esa área iba a impactar. Logramos que la administración pasada estableciera y definiera zonas de amortiguamiento y delimitara qué se puede desarrollar sin afectar la zona de conservación, como parques pasivos, un campo de golf, entre otras opciones”, cuenta.
La conversación se da en esta mañana particularmente seca y calurosa, frente a un edificio que la organización habilita como un centro de visitantes y esperan esté listo para el próximo año.
Aunque Para la Naturaleza también organiza el recorrido en bicicleta, nos adentramos al área protegida en una pequeña guagua, mientras el intérprete ambiental Antonio Bulnes nos adelanta datos sobre parte de la flora y fauna -unas endémicas, otras en peligro de extinción- que podemos encontrar en esta reserva natural.
Paseamos nuevamente por los pasillos verdosos hasta llegar a un área amplia donde convergen los cuatro tipos de mangles que existen: negro, rojo, blanco y botón.
“Normalmente se encuentran segregados. Es decir, están juntos pero no revueltos. El botón lo vas a encontrar en áreas más secas, después el blanco, en áreas más saladas el negro, y en áreas bien profundas el rojo. Pueden encontrar rojo intercalado con negro, pero nunca vas a ver un botón al lado de un rojo”, detalla.
A mi derecha está el botón, el mangle que crece solo en zonas secas. Es el más común, ya que se usa como un árbol ornamental y puede ser visto en las aceras del Condado e Isla Verde.
A mi izquierda la vista hipnotiza. El horizonte, con sus nubes y montañas nubladas del Bosque Estatal El Yunque que decoran el fondo, se replica como un espejo en el agua totalmente inmóvil.
Un grupo de pájaros playeros vuela y toma agua en la zona. Sobre la arena varios cangrejos violinistas aparecen y desaparecen.
El mangle negro es un espectáculo natural. Sus raíces, por donde ocurre todo el intercambio de gases, crecen hacia arriba, haciendo la función de un “snorkle”. Las puntas de las hojas apuntan al cielo. Cada hoja está cubierta por pequeños cristales. Es el “sudor” de la hoja. Sal. Sucede que este mangle vive en las zonas más saladas y desplegó mecanismos para adaptarse.
“El mangle absorbe el agua con sal, filtra el agua de la sal y la que no necesita la bota por toda la hoja”, detalla Bulnes.
Deslizo mi dedo sobre la hoja y los pequeños cristales se adhieren a mi piel con facilidad. Paso la punta de mi lengua por el dedo. Es sal.
“Por las mañanas esto se llena de distintos tipos de aves: playeros, garzas, la tijereta (una de las más grandes de Puerto Rico), y hasta alguna cotorra puertorriqueña”, enumera el biólogo.
Bulnes instruye que todo el humedal se interconecta y, si uno de los mangles se ve afectado, conmocionará todo. “Todas estas zonas de mangles son sumamente importantes, porque es una zona que absorbe el impacto del mal tiempo, del oleaje. Sin los mangles, todo ese impacto nos llega directamente a nosotros. No tenemos nada que desvíe eso, por lo que dependemos de este tipo de ecosistema”.
Jugamos un rato a ser científicos. Aprendemos a usar instrumentos profesionales de medición y verificamos salinidad, viento, temperatura, entre otros muestreos. Es parte de las actividades del colectivo que busca educar y concienciar sobre la naturaleza involucrando a la comunidad, para que se apropie de la zona y anhele conservarla.
Continuamos la travesía educativa hacia un puente que está en la desembocadura, donde se une el agua del humedal con el océano Atlántico, mientras el sol se manifiesta en todo su esplendor. Con salvavidas puesto, subo por unas rocas hasta sentarme en el kayak.
Somos 12 personas en seis kayaks. Nos agarramos del puente mientras Bulnes enseña la manera correcta de utilizar los remos. No hay corriente fuerte, por lo que podemos remar con facilidad para adentrarnos a los canales. “No se peguen cerca de los mangles, porque se van a meter contra las raíces”, advierte Bulnes.
Vamos todos por el medio de lo que pareciera ser otro pasillo. “El mar está ahí al ladito. La cantidad de nutrientes entre el mangle y el mar es un montón, así que hay mucha vida marina, diversa”, comenta el experto.
Veo lo que me parecer ser una mantarraya pequeña color marrón con manchas blancas. “Les decimos mantarrayas a todas, pero esas son las grandes. Esa era una raya, la ‘spotted Eagle ray’, que le llaman el chucho”, corrige Bulnes. “También hay tiburones tigre, martillo, aguas vivas, manatíes…”.
“¡Pérate! ¿Tiburón qué?”, interrumpo.
“Aquí hay tiburones tigres que se han cogido de 11 y 12 pies”, revela y, de momento, asoman los nervios.“Este kayak NO se puede virar”, le digo al fotoperiodista Jorge Ramírez Portela, quien viaja conmigo. Ríe.
“Si escuchan un golpe en el agua, es una iguana que se tiró”, señala Bulnes.
El agua es tan clara que puedo ver perfectamente todo el suelo cubierto por aguavivas. Se ven como una mancha circular blanca. Están bocabajo alimentándose de los rayos de sol.
Una escuela de peces nada bajo el kayak mientras escucho que alguien grita: “¡Barracuda!”. Acelero el paso en los remos para intentar capturar una imagen de la barracuda “bebé”, de unos tres pies, que se pasea por el área. El depredador se aleja. Saco el celular, ya que es a prueba de agua, para tomar algunos clips, porque “kayakear”complica la tarea de anotar. Veo cómo el kayak se acerca a las raíces del mangle. Jorge lo endereza ahora, pienso. Sigo retratando.
“¡Un carey!”, grita otro de los colegas presentes. La tortuguita bebé tomó aire y se sumergió ante nosotros. Estamos a punto de impactar el mangle y me paralizo. Tengo el celular en una mano y el remo en otra, y sin reaccionar solo pienso en que si chocamos, se va a virar el kayak, y ¡acabamos de ver una barracuda! Son varios segundos de desesperación.
¡Ay, ay, ay! ¡Jorgeeee! Jooooorgeeee!
El kayak no responde a lo que intento lograr con el remo.
– ¡Joooorgeeee! Tengo problemas, ¡¿qué hago?!
“Cuidado con la cara”, me dicen justo cuando una de las ramas me golpea. Me sentí regañada por la naturaleza. Como si con un bofetón me dijera: “Eso te pasa por andar pendiente al celular”.
“Tienes que darle tú también”, contesta Jorge. “¿Estás grabando?”. Todavía estamos encajados.
– “No sé. No sé qué está pasando”.
– “Tienes que empujar el remo por la derecha”, me dijo.
Escapamos. Sin poder controlar la risa, logramos alejarnos. El mangle quedó intacto. No dañamos la reserva… sería el colmo.
Se abre el canal y nos encontramos en un espacio de agua grandísimo, rodeados de varias entradas, diferentes “pasillos de mangles”. Al fondo, El Yunque decora el horizonte. El paseo y la vista son demasiado relajantes. La tensión se bota con cada remada.
Los colores impolutos crean un baile de tonalidades verdes y azules que irradian una pureza mística. Lo único que interrumpe el silencio es el sonido del agua con los movimientos de los remos. Observo detenidamente a mi alrededor. Es imposible disfrutar de esta zona intacta donde conviven tantas especies distintas y evitar sonreír. Respiro hondo y agradezco que no haya intervención humana en este espacio.
Remamos hasta el bosque enano de mangle rojo. Es un fenómeno natural inusual. Se ha visto en países como Venezuela y México, pero donde más cantidad hay es en estos terrenos con más de 80 cuerdas.
Nos agarramos todos por los remos, mientras Busnel derrumba los mitos sobre los mangles.
“Que son sitios apestosos, que traen mosquitos. ¿Los mosquitos donde crecen? En agua dulce y estancada. Esto no es ninguna de las dos. Y el olor que ustedes perciben se debe a la descomposición de materia orgánica que está ocurriendo en el fondo. Mientras más apesta es que las bacterias están trabajando como se supone”, aclara. Sin embargo, la “peste” no se siente.
Nos movemos de regreso hacia la desembocadura para llegar hasta el área de mar abierto. Si seguimos en la dirección contraria, podemos encontrar un sinnúmero de canales que se interconectan. Es fácil perderse, por lo que no recomiendan llevar a cabo estos recorridos sin expertos que dominen y conozcan la reserva.
Mientras nos acercamos al mar, seguimos observando más escuelas de peces, así como distintos tipos peces de diferentes tamaños. De momento, otra raya, esta vez toda marrón. Cruzamos el puente y llegamos a la zona donde muere todo ese canal.
El agua está aún más clara y parece que puedo tocar la arena blanca con solo introducir la mano. Vemos más peces, más pájaros, más vegetación. Al fondo, las islas Piñero y Cabeza de Perro, las cuales se supone pasen a ser parte de la reserva cuando termine el proceso de descontaminación.
“Esto es como un ‘nursery’. Es área de anidamiento para diferentes peces, crustáceos, aves. Es bien, bien, importante, aunque muchas personas no le den la importancia que de verdad se merecen”, lamenta.
Regresamos cansados, pero sobran las ganas de seguir explorando. Mientras salimos pienso en lo que sucede con las áreas escondidas cuando se popularizan. La basura, el daño ambiental. Voy dejando a mi espalda las ruinas de la base naval y cruzo los dedos porque nunca se permita, en nombre del desarrollo, la inconsciente intervención humana, que puede llegar a ser tan nociva, en esta impresionante reserva natural.
*Este artículo fue publicado originalmente en El Nuevo Día, el domingo 26 de marzo de 2017.