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Hacienda La Esperanza: Fotografías de la transformación de nuestra historia

Luego de la llegada de los colonizadores europeos al Caribe a finales del siglo 15, la agricultura jugó un rol crítico en la formación y sostén de las nuevas colonias insulares. Los cultivos de la caña de azúcar (Saccharum officinarum), supusieron un cambio sustancial en el panorama de las islas caribeñas. Esta nueva realidad auspició la formación de espacios conocidos como las haciendas, a manos de las familias más ricas de la colonia. Las mejores tierras de nuestras islas, sobretodo aquellas ubicadas en los valles, fueron testigos de un nuevo modelo agrícola, que serviría en un futuro para dar forma a la sociedad puertorriqueña. 

Con esto en mente, compartimos esta selección de fotografías que resguardan la transformación de nuestra historia y evidencian el cambio de uno de nuestros maravillosos paisajes, la Reserva Natural Hacienda La Esperanza.

Nuestras tierras y ecosistemas llevan siglos de transformación debido a los cultivos de la caña de azúcar, que tanto han marcado la historia contemporánea. Esta planta, original de la región del Océano Pacífico, fue importada al Caribe, al igual que muchas otras plantas domesticadas, para el sustento de las poblaciones coloniales. El paisaje de nuestros valles, en la costa y en la montaña, poco a poco fue dominado por los sembradíos de caña de azúcar, que suponían la riqueza de las recién llegadas familias terratenientes. Esta industria azucarera se impuso en el horizonte y cualquier mecanismo de producción era bienvenido. Utilizaban máquinas de madera y/o hierro, animales y hasta las mismas personas esclavizadas para extraer el guarapo que se convertiría en azúcar. Hoy son pocos los espacios donde se cultiva la caña de azúcar en Puerto Rico; los que quedan permanecen como un elemento del paisaje que nos recuerda, con añoranza, las historias en los cañaverales.

En el siglo 19, los machetes eran instrumentos que declaraban, con su anatomía y decoración, la posición social de la persona que le utilizaba. Estas herramientas fueron y siguen siendo el instrumento de trabajo, y al mismo tiempo, son evidencia de las experiencias compartidas por todas aquellas personas que alguna vez utilizaron uno para cortar la caña de azúcar, sin importar el lugar. Estas herramientas, con sus distintas formas y propósitos, recogen la cruda realidad del trabajo en un cañaveral en plena faena, lugar donde la vida misma estaba en juego.

Contrastando en tamaño y diseño con los grandes aparatos de vapor, los trapiches manuales de sangre, fueron el comienzo de una industria azucarera en el nuevo mundo. Tomando de referencia el conocimiento centenario de medio oriente, estas máquinas fueron construidas con las maderas nativas de nuestros bosques. Su funcionamiento sencillo, pero eficaz, hacían de estas máquinas el implemento idóneo para realizar la molienda de la caña de azúcar en un ingenio con una producción menuda de azúcar. Sin embargo, si se pretendía competir dentro del mercado internacional, familias como la Fernández-Dorado, requerían modernizar la manufactura, a través de la tecnología de vapor, cada vez más accesible en el siglo 19. 

La tendencia en la construcción de las haciendas estuvo centrada en la eficiencia de los procesos, asegurando maximizar el uso de los insumos para obtener al final, la mayor cantidad de azúcar. Con mayor frecuencia, las zonas industriales en las haciendas aumentaban en tamaño e incorporaban nuevos diseños que mostraban ser más efectivos que los anteriores. Trabajar con el guarapo de caña suponía reducir el tiempo, si se quería evitar tener pérdidas en la producción. Calentar el jugo de caña luego de la molienda era fundamental para evitar la fermentación y asegurar la concentración de las azucares que formarían los cristales. Los peroles, o calderos, eran utilizados, sobre las hogueras de los trenes jamaiquinos durante el proceso de reducción del jugo de caña, para así formar la melaza de la cual se extraerían los cristales de azúcar. Todas las etapas del proceso eran importantes. Por eso los edificios industriales presentan una estructura que responde al orden de los procesos, desde la molienda y reducción, hasta la cristalización y secado. Esta lógica de diseño se puede apreciar en las ruinas de la Hacienda La Esperanza, donde se preservan elementos originales como la chimenea, los trenes jamaiquinos y la casa de secado.  

[1980] Con el paso de los años y de las inclemencias del tiempo, elementos de la producción del azúcar, como este trapiche de vapor, que quedaron expuestos a las fuerzas de la naturaleza, que poco a poco fueron desgastando el brillo y los colores de sus piezas. El aislamiento y la ubicación de la Hacienda La Esperanza jugaron un rol importante en salvaguardar este legado de la historia azucarera puertorriqueña. A pesar de las durezas a las que fueron expuestas, entre ellas el viento, la lluvia y el salitre, debajo de los colores ocres de los ladrillos y las capas de hierro oxidado, yacían joyas de la industria del azúcar. 

Máquinas de vapor hechas de hierro colado fueron la promesa durante el siglo 19 para aumentar la producción de los ingenios azucareros. Construidas en las fundiciones más importantes del mundo, estas máquinas eran importadas hasta las zonas industriales de las haciendas con el fin de agilizar la molienda de la caña durante el tiempo de la zafra. A mediados del siglo 19, la familia Fernández-Dorado decide traer este trapiche de vapor a la Hacienda La Esperanza, luego de ser construido por la fundición West Point de Nueva York en el año 1861. A pesar de estar desuso por más de un siglo, esta maquinaria que fue descubierta en las ruinas del edificio industrial de La Esperanza, experimentó un proceso de restauración que duró unos 14 años. Rescatar esta joya de la tecnología del vapor era necesario, ya que es la única existente en el mundo que integra su diseño, avances e historia. 

[1980] Tras la caída de la industria azucarera a finales del siglo 19, la Casa del Marqués de La Esperanza, se convirtió en un elemento del paisaje que recogía la nostalgia de aquellos tiempos de riqueza, poder y esclavitud. Luego de estar en desuso por varias décadas en el siglo 20, la edificación mostraba los rastros de las inclemencias del tiempo y del olvido colectivo hacia los recuerdos de la era azucarera puertorriqueña. Ubicada en las tierras del valle del Río Grande de Manatí, esta estructura jugó un rol fundamental en la operación de la Hacienda La Esperanza durante el siglo 19. Servía como residencia de campo a la familia Fernández-Dorado, responsable de establecer este ingenio azucarero y que ostentaba valores ultraconservadores a favor de los intereses de la Corona. Desde sus balcones, se observaban a todas las personas esclavizadas que trabajaban a diario para asegurar toda la caña necesaria que garantizara una zafra exitosa. 

Edificaciones como la Casa del Marqués, han sido testigo de un proceso detallado y combinado de restauración, reconstrucción y rehabilitación, que tiene como objetivo traer armonía al pasado y presente de la Hacienda La Esperanza.  A pesar de no tener todos los elementos originales, se ha respetado la apariencia, los volúmenes, las líneas, la calidad de los materiales y la relación entre las estructuras. El uso del espacio se ha transformado para cobijar ambas realidades del inmueble: el recuerdo de la casa de campo de la familia Fernández-Dorado y su uso como el centro de visitantes de una reserva natural. El exterior nos hace reflexionar sobre su historia como una gran hacienda, mientras que en su interior, nos confronta con la realidad humana de estos espacios. 

El interés por conservar las tierras de alto valor ecológico llevaron al Fideicomiso de Conservación de Puerto Rico, ahora Para la Naturaleza, a gestionar la adquisición de la Hacienda La Esperanza en el año 1975, con el fin de proteger los ecosistemas naturales y el legado histórico construido.  Orgánicamente se dio un proceso de estudio, documentación y restauración de las estructuras que forman parte del recinto de la Hacienda. Conocer el significado de cada uno de los elementos, ha brindado la oportunidad de entender su rol en la historia, no solo de la Hacienda La Esperanza, sino de la industria azucarera puertorriqueña. 

Los balcones son un elemento arquitectónico presente en las construcciones de la época colonial, sobretodo las casas de campo de las familias más pudientes.  En el pasado, desde estos balcones se podían observar los cañaverales y todo lo que estos cultivos le quitaron a nuestro paisaje nativo.  Hoy, desde estos mismos balcones se pueden observar los bosques, humedales y siembras que con tanto esfuerzo se han ido restaurando por el bienestar de nuestros sistemas naturales y de nuestra gente. 

La conservación de nuestros valles supone la posibilidad de tener paisajes para la recreación y el disfrute de todos, espacios que sirvan para proteger nuestras comunidades y ecosistemas. Es a través de la gestión de los individuos, las organizaciones y comunidades que alcanzamos el bienestar de nuestra naturaleza y nosotros mismos. Esta serie de fotografías es un recordatorio de la experiencia colectiva en la conservación y preservación de este legado histórico. 

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