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Trazos del paraíso

Flora

La exposición Flora borinqueniana ofrece un recorrido por la historia visual de la botánica puertorriqueña en el contexto histórico de tres siglos en los que la mirada extranjera y la voz propia construyeron la zapata de un paisaje nacional que se supo fundar y refundar.

“Lo primero que hacemos para entender otros organismos es buscarnos en nosotros mismos. Y esto lo podemos hacer con los animales. Por eso a los niños les gustan los animales y no las plantas. Pero la relación con las plantas está mediada por la razón, porque tienes que entender que son organismos muy sofisticados y evolucionados antes de enamorarte”.

Stefano Mancuso, botánico italiano y autor de La nación de las plantas y El futuro es vegetal, entre otros títulos

“Memory is the enemy of wonder.”

Michael Pollan, The Botany of Desire: A Plant’s Eye View of the World 

Se llamaba Flora. Vivía en Orocovis rodeada de plantas y de monte. Cuando la visitaba dejaba atrás el ritmo veloz y el paisaje hambriento de cemento de la capital y se instalaba en ese ritmo más lento que impone el follaje. Pues, cuando la mirada se encuentra con todos los tonos de verde posibles cambia la percepción del tiempo, del espacio. Atisbamos por un instante a entender el tiempo de las plantas, ese que es tanto más inmenso que el de nuestra irremediable animalidad. 

Que su abuela se llamase Flora podría bien ser obra del azar. Quizás lo es. Y aún así, al nombrarla, repara brevemente en el detalle que, como a todo buen hombre de ciencia no tendría por qué parecerle extraordinario. Después de todo, el que la abuela de uno de los principales expertos en botánica en el país, y quien inspiró sus primeros encuentros con la naturaleza, tenga por nombre la palabra que reúne la totalidad del cuerpo vegetal que habitamos, cuanto menos, puede parecernos un guiño poético del azar, una gracia del destino que siempre perturba la mesurada paz de la ciencia. 

Lo que sucede es que al hablar con el doctor Eugenio Santiago Valentín, catedrático del Departamento de Biología del Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico (UPR) y director del Herbario del Jardín Botánico de la UPR, queda claro que buena parte de la fortaleza de su mirada científica a la naturaleza está cifrada precisamente en una conciencia humanista. Enfatiza el papel de las artes, no solo en el desarrollo del conocimiento científico, sino en su difusión y, sobre todo, en que esa insistencia en separar el mundo de las artes, la belleza y lo que algunos llaman lo divino del espacio analítico y metódico de las ciencias es una apuesta de la modernidad que constantemente hay que cuestionar.  Ejercicio que hace desde el salón de clases, desde su investigación científica y desde proyectos como el que próximamente inaugura en colaboración directa con Para la Naturaleza, el Museo de Arte de la Universidad de Puerto Rico del Recinto Universitario de Mayagüez (MUSA) y el Museo de Historia, Antropología y Arte del recinto riopedrense. 

Se trata de la exposición Flora borinqueniana: tres siglos de ilustraciones botánicas que abre al público —completamente libre de costo y sin necesidad de reservación— a partir del martes, 28 de febrero de 2023 con una programación educativa y cultural que apela tanto al público general como al conocedor de una de las ramas de la ciencia con mayor apego en la historia plástica de la isla: la botánica. 

El vasto conocimiento del doctor Santiago Valentín en áreas como la taxonomía vegetal, la biogeografía, la biología de la conservación, la etnobotánica y la historia de las ciencias, entre otras, nutre el contenido de esta exposición a través de la cual el curador propone un recorrido científico e histórico, artístico y contextual en torno a la tradición y la forja del conocimiento botánico en Puerto Rico. Con elementos historiográficos y una serie de ilustraciones —cuyo estudio y hallazgos revelan la complejidad misma de la documentación del conocimiento botánico en la región— Flora borinqueniana: tres siglos de ilustraciones botánicas explora por primera vez en el formato de una exposición la historia botánica nacional y lo hace concentrándose en obra producida y conocimiento adquirido desde finales del siglo XVIII hasta principios del siglo XX, el periodo de mayor desarrollo de esta ciencia en el país. 

El doctor Santiago Valentín optó por elegir dos naturalistas por siglo, cuya obra fuera representativa del momento. Estos son: Martín de Sessé y Nicolás Baudin en el siglo XVIII; Domingo Bello y Espinosa y Agustín Stahl en el siglo XIX y Ana Roqué de Duprey y Frances E. Horne en el siglo XX. 

Además de la exposición en su formato tradicional, habrá una sala educativa donde se podrá indagar virtualmente y conocer acerca de plantas de diversas partes del mundo; profundizar en una línea del tiempo histórica de la botánica puertorriqueña, así como escuchar partituras de los siglos XIX y XX. Otro aspecto atractivo es el hecho de que las ilustraciones botánicas se acompañan de plantas vivas —que vienen de los Viveros Para la Naturaleza— para apreciar de primera mano algunas de las especies ilustradas y apostar a una mirada museográfica más cercana a la experiencia viva, por encima de la observación pasiva.

Además de las ilustraciones, el cuerpo de la muestra consta de manuscritos, especímenes de herbario, documentos, obras de arte y otras piezas de gran valor provenientes de diversidad de colecciones nacionales e internacionales. Algunas de éstas habían sido olvidadas o abandonadas y fueron redescubiertas recientemente. De manera que será la primera vez que sean mostradas en su conjunto dando pie así, al corazón de la narrativa de una exposición como esta: ¿cómo podemos contar la historia del país a través de la construcción del conocimiento científico y la representación de la naturaleza? O lo que es lo mismo: ¿qué podemos descubrir acerca de lo que somos si nos detenemos por un instante prolongado a observar nuestra verde luz?

“Se trata también de celebrar la diversidad biológica de Puerto Rico del mismo modo en que celebramos la artística y cultural. Ese patrimonio biológico es el resultado de años de evolución y en esta exposición queremos celebrarlo, apreciarlo e inspirarnos en él para entender mejor por qué lo estamos protegiendo”, reflexiona el curador aludiendo a uno de los roles sociales de un trabajo de esta índole, el ejercicio de despertar la conciencia en torno a la defensa de la naturaleza, no solamente desde el punto de vista de su valor para garantizar el bienestar de la ciudadanía y de los ecosistemas en su complejidad, sino porque están íntimamente vinculados con la cultura, la identidad y la supervivencia. 

“Lo que hoy día conocemos de las plantas es la acumulación de muchas experiencias, de conocimientos que se han decantado a través del tiempo, es una construcción del conocimiento que es constante porque esto no termina. El conocimiento está en movimiento y en la ciencia no es diferente. A través de este trabajo podemos mirar atrás y contar la historia de cómo se fueron acumulando estos saberes con grandes vicisitudes. Esa historia no se ha contado y queremos que se le den otras miradas”, argumenta el profesor con relación a uno de los aspectos más atractivos de la exposición, el cómo se fue armando este acervo de conocimiento. 

“Hay que pensar en que estas son personas que estaban colectando plantas en medio de una invasión, de una guerra, con corsarios asechando las cosas, trasladando especímenes en barcos bajo condiciones para nada ideales. El contexto es muy importante”, sentencia. 

La exhibición surge como una invitación de Fernando Lloveras San Miguel, presidente de Para la Naturaleza, y conocedor de la obra investigativa del doctor Santiago Valentín a quien apoyó, desde la institución, en algunas de sus indagaciones en las Islas Canarias. La idea era que la exposición formase parte de las conmemoraciones del 50 aniversario de Para la Naturaleza. Sin embargo, la pandemia cambió ese y tantos otros planes. El momento finalmente llegó, como si la propia naturaleza de la muestra —que tanto reflexiona en torno al tiempo y procesos evolutivos de las plantas— hiciera un guiño y nos recordase que el tiempo de las plantas es suyo y suyo solo. Ya lo argumenta el botánico italiano Stefano Mancuso, en su obra La nación de las plantas, cuando demuestra cómo en el mundo vegetal hay un orden y una conciencia de cooperación que tiene todo que enseñarnos. Convendría para entenderlo, ajustarnos un poco más a sus ritmos. 

Las flores de la guerra

Ocurre con todos los eventos históricos de repercusión mayor. Queda en la memoria el evento trascendental pero rara vez se narra con la conciencia de que, incluso en la peor de las tragedias y circunstancias, la vida continúa. Siguen naciendo niñas, sigue muriendo la gente a causa del horror o no, se busca alimento, se adapta la sociedad al paréntesis que le toque. El paisaje cambia, pero —salvo situaciones naturales extremas o de salvaje violencia— hay paisaje, así sea tétrico. La gente sigue viviendo y la cotidianidad se redefine. Seguimos, como diría el argentino Martín Caparrós al inicio de su obra periodística El Hambre, comiendo sol; fuente máxima de la cual emana todo aquello que nos energiza. 

Si se lleva este pensamiento al espacio concreto de la indagación científica, y particularmente a la que nos convoca que es la botánica, habría que retomar con urgencia las imágenes que propone el curador de la exposición. Habría que cerrar los ojos y recordar que mientras la isla estaba asediada por piratas, había gente que seguía coleccionando plantas y mariposas en álbumes; que pasaban horas intentando reproducir en una acuarela el universo de flora desconocida que tenían frente a sí. Ocurriría lo mismo en medio de una invasión militar o en medio de la primera y segunda Guerra Mundial. Ocurre aún hoy. Ya lo sabemos, pero no deja de asombrarnos. Incluso bajo la ceniza, siempre logra emerger una hoja, con suerte, una flor. 

Casi siempre hablar de plantas es mucho más que hablar del paisaje de los eventos humanos. El doctor Santiago Valentín lo tiene muy presente. “Los humanos somos bien complejos pero las plantas son uno de los elementos —sino el que más— ha definido y ha ayudado a forjar momentos clave en la historia. Cuando estuvo la empresa colombina en las Américas ocurre por los intereses económicos y comerciales que había en torno a las especies de la India, plantas de gran interés comercial como el clavo y la canela, por ejemplo. Otro caso es la gran migración irlandesa que hubo tras la inmensa hambruna del siglo XIX que ocurre por una enfermedad que le dio a la papa; una planta que había sido traída a Europa desde la región andina y que adquiere un valor increíble por su alto rendimiento calórico y de carbohidratos. Una enfermedad de una planta cambia la historia de una sociedad y lo vimos ahí. Si pensamos en el Caribe la caña es uno de los cultivos más transformadores, no sólo de la región, sino del mundo entero, pues fue el negocio más rentable mundialmente en su momento. Las plantas históricamente han incidido en ambientes naturales, movimientos de personas, estructuras sociales, el impacto es en todos los niveles”. 

Al concentrarnos en el Caribe, sobre todo en el Caribe Antillano, el botánico destaca que, a pesar de toda esta historia en la que las tierras fueron sometidas a años de explotación y de monocultivos —entre los que se sumaron el tabaco y el café mayormente— esto no impidió el mantenimiento de su impresionante diversidad. “En las Antillas Mayores es increíble. Hay como trece mil especies de plantas y la mitad de ellas son nativas”, explica toda vez que enfatiza en que la diversidad de las plantas en el planeta no es homogénea, sino que está concentrada en puntos calientes, como lo son lugares como Madagascar, Sudáfrica, la cuenca del Mediterráneo, el sureste de Brasil y las islas del Caribe. “Vivimos realmente en un paraíso”.

El conocimiento en torno a la evolución geológica del planeta se entrecruza con la historia cultural y social de estas regiones y es así como es posible hallar familias enteras de plantas en lugares radicalmente distantes; la evolución manifiesta y celebrada. De eso también trata la muestra. 

Este amplio nivel de diversidad resultó por demás atractivo para los exploradores del siglo XVIII que viajaban, siempre acompañados de un artista, que les permitiera no solo documentar ese “nuevo mundo”, sino entenderlo, conocerlo y profundizar en la gran ramificación de saberes vinculados a las plantas, como lo es la farmacología y la búsqueda de alternativas nutricias y económicas vinculadas al poderoso recurso natural que ha sido el mundo vegetal para la humanidad. 

La exposición toma en cuenta todo ello y comienza como un viaje en el tiempo que repasa las bases de la investigación botánica a nivel mundial y arroja luz con relación a los procesos y metodologías que se utilizaron para lograr alcanzar ese interés científico y humanista por “clasificar las plantas del mundo, por ver cómo atrapamos la información y la organizamos, y cómo la vamos a nombrar”. De ahí que la ilustración botánica esté atada desde sus orígenes a la historia misma de la botánica como disciplina, pues muchos reconocían que la imagen era fundamental ante la infinidad de posibilidades y diversidad de plantas para estudio. 

Hubo además experimentación con un sinnúmero de sistemas de clasificación. Sin embargo, fue el modelo de nomenclatura binomial (creado en el 1735) por el científico sueco Carlos Linneo el que prevaleció por lo eficiente de su metodología basada en el género y la especie escrito en latín, entonces, una lengua franca en el mundo intelectual europeo; además de haber agrupado los géneros en familias, las familias en clases, las clases en tipos y los tipos en reinos, entre otros logros por los cuales se le considera uno de los padres de la ecología. Fue conocido en su época —y hasta el día de hoy— como el segundo Adán por el modo en que bautizó incontables especies desconocidas y conocidas hasta el momento. “Había una frase que decía: Dios creó, Linneo ordenó”, recuerda el curador. 

A su vez, Linneo, como buen científico de su época, era creacionista y compartía la visión de muchos de sus colegas para quienes estudiar la naturaleza y dedicarse a la ciencia era una forma más de adoración a la divinidad. Entender la obra de Dios era el sentido primario de su gesta intelectual. El divorcio entre disciplinas y saberes, entre el mundo del cuerpo y del espíritu vendría mucho tiempo después. 

El asombro y la memoria 

A Puerto Rico llegaron dos expediciones a finales del siglo XIX cuyos estudiosos eran conocedores de la obra de Linneo y se habían integrado ya al estudio de la botánica desde una perspectiva post Linneana. Viajaban con acuarelas —por la liviandad y facilidad de manejo del material en medio de largos viajes— y comenzaron a estudiar la diversidad botánica en la isla, pero la mayoría de estos trabajos se iban del país. Hacia el siglo XIX, la llegada al país de migrantes de otros destinos como Alemania, profundiza el estudio y, aunque muchos investigaban, dibujaban y realizaban trabajos botánicos en su tiempo libre, fueron armando el primer circuito local de botánica. 

Notable fue la obra del canario Domingo Bello y Espinosa quien documentó e ilustró unas 900 especies y logró publicar en los anales de la Sociedad de Historia Natural de Madrid, la importante y pionera pieza Apuntes sobre la flora de Puerto Rico. Destacadísima por demás es también la obra de Agustín Stahl, quien solía ir al campo con frecuencia y estudió e ilustró unas 700 plantas. 

Para el doctor Santiago Valentín ambas figuras son esenciales en su interés y estudio de la botánica en Puerto Rico. Sin embargo, el hallazgo en el año 2015 de unas 200 láminas en el Museo de Ciencias Naturales de Tenerife, obra de Bello y Espinosa, le entusiasma sobremanera por lo fortuito del hallazgo y las revelaciones que implicó. “Estaban haciendo una remodelación y habían unos armarios en los que encontraron herbarios, muestras de plantas secas amarradas que no eran de Puerto Rico sino canarias, habían estibas de documentos de otros naturalistas y enmascarados en todo aquello estaban allí los catorce cuadernos ilustrados. Eran unos paquetes titulados: Íconos Flora Portorricencis. También había un cuaderno de mariposas y algunos otros elementos”, recuerda el curador quien supo del hallazgo justo en medio de la publicación de un artículo académico en el que daba cuenta de la existencia de las piezas perdidas, en febrero de 2015. Inmediatamente pudo corregir el texto y gracias al apoyo de Para la Naturaleza viajó durante el verano del mismo año a dedicarse al estudio, documentación y análisis de dichos materiales que por fin el público puertorriqueño podrá disfrutar. 

Se trata de un logro extraordinario pues, no solamente estamos ante un rescate de memoria histórica y científica para el país; sino ante una muestra viva de la evolución de esta diversidad botánica que define de tantas maneras el lugar que Puerto Rico ocupa en el mundo. En cada una de esas acuarelas hay un trazo del paraíso natural que habitamos. 

Ya hacia el siglo XX, la exposición se concentra en la obra de dos mujeres botánicas —Ana Roqué de Duprey y Frances E. Horne—, quienes cultivaron diversos intereses y ganaron por derecho propio y trascendiendo la invisibilización a la que ha estado sujeta la mujer en la ciencia desde sus orígenes, para legar al país una vasta obra que no solo posee una mirada y voz propia, sino que se nutre, conversa y robustece la tradición. De este modo se completa el recorrido en el que además es evidente, al prestar atención al contexto histórico y cultural de nuestra tradición botánica, el valor que tenía el estudio de este “nuevo mundo” para todos aquellos que procuraban colocar sus intereses en él. 

“El Caribe se vuelve lo que para el imperio romano era el mar Mediterráneo. Es un lugar de influencia política y comercial y había todo tipo de intereses, sobre todo, tras la invasión estadounidense. Por momentos, también lo interpreto como el momento en que los científicos —sea por estos o por otros intereses— ven la oportunidad de hacer ciencia. Son cosas que ocurren de manera simultánea y en medio de balances un poco tensos”, analiza el botánico cuyo camino para el desarrollo de esta exposición sin precedentes va tan atrás como el descubrimiento de la primera Flora de su vida, su abuela. De ella aprendió su madre a bregar con las plantas y de ambas aprendió él. Fue niño escucha y voluntario del Departamento de Recursos Naturales. Exploró la isla de Mona e imaginó vivir algo similar a los primeros exploradores de las Galápagos. Exploró cuevas en su adolescencia y temprana juventud, formó parte de grupos que realizaban incontables expediciones a bosques para identificar árboles como su memorable experiencia con el matabuey, árbol que logró ver florecido luego de 50 años sin que se registrase uno con flor y fruto. Se perdió en la modesta pero rica literatura botánica del país, mientras como joven estudiante escolar desarrollaba sus destrezas en el dibujo en la Escuela Central de Artes Visuales. Al ir a la universidad se formó con bachillerato y maestría en Biología en el recinto de Mayagüez de la Universidad de Puerto Rico. Posteriormente, realizó un doctorado en Botánica en la Universidad de Washington en Seattle. 

Habla de estas experiencias con el mismo asombro de la juventud, es contagioso y así promete ser la exposición. Hay quien dice que la memoria es la enemiga del asombro, de la capacidad de maravillarnos; con el permiso de quienes así han pensado, la memoria de las plantas pareciera decirnos todo lo contrario, pareciera gritarnos desde su tiempo lento y existencia silenciosa: en nuestra memoria está toda la maravilla, en nuestras formas todos los posibles trazos del paraíso.

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